jueves, 2 de agosto de 2012

Epístola a los lectores de Wilde. Por yo mismo, Sir Alfred Douglas “Bosie”

Aquí se puede leer la carta a la que responde Bosie:

Es mi deber de caballero dar pública respuesta a su impúdica carta que, por cierto, al haberla enviado abierta me ahorra el engorro de violar la privacidad del sobre y, además, me impide venderla a traficantes de intimidades, algo, esto último, que difícilmente podré perdonar, y usted, sin duda poseedor de un corazón de oro, comprenderá en cuanto le diga, como le digo, que mi situación económica, por razones que no vienen al caso (hay en el mundo una serie de gente perversa que se inventa infamias con las que me chantajean; y no sólo eso: también hay gente en este planeta de los simios que se niega a ayudar, con banquetes, viajes y regalos de lo más sofisticados, a un pobre de solemnidad como este que ahora escribe); y sigo y le digo que mi situación pecuniaria es paupérrima, y no es de bien nacidos tener tanto oro como usted y andar quitándole a los demás la posibilidad de ganarse honestamente no ya el pan, sino el caviar y los favores de ciertos efebos de tez aceitunada.


  
Deseo declarar que no se me escapa su manifiesta mala intención contra mí. Con la disculpa de enmendarle la plana a Oscar por aquella misiva pesada, repetitiva y más propia de un contable que de un poeta, a lo tonto y sin querer el epíteto más suave que me endosa es el de sinvergüenza… ¿No le da vergüenza a usted ser tan torpe como para caer en manos de mis abogados? Usted no escribe una carta, sino un libelo para desprestigiarme. (La próxima vez, le recomiendo el chantaje, en serio).

Ha de saber, crédulo don, que yo siempre he sido un hombre más que claro, transparente, un auténtico ser de honestidad. Ya ve, mi virtud es mi defecto: no sé mentir ni disimular. ¿Acaso no advirtieron a Oscar de que se alejase de mí desde el primer momento? Ah, pero él era débil, muy débil ante la belleza. Y yo, qué quiere que le diga, soy lo más hermoso que ha visto este miserable pedrusco desde la desaparición de Alcibíades. Y Oscar no era Sócrates; y lo digo por la cuestión filosófica, no por la de la bella apariencia, cuya ausencia sin duda los parangonaba.

¿Qué quiere que le haga? A mí me gusta vivir, y, para mí, vivir sólo tiene un significado: vivir bien. ¿Qué otro escritor dijo aquello de que “Egoísta es todo el que no piensa en mí”? Oscar me tachaba de inculto. Ya ve que no lo soy: la frasecita, la habrá reconocido, es de Gide, ese francesito que también cayó rendido a mis encantos. Pues bien, los años de cárcel de Wilde son un cuento de risa comparados con toda mi vida. ¿Entiende? TODA MI VIDA. Porque he estado rodeado, desde siempre y para siempre, de impotentes e inválidos egoístas. Yo soy hermoso, yo quiero vivir bien, yo lo digo, jamás lo niego, y actúo con la coherencia de un hegeliano. Y mientras Wilde habla de la belleza, yo soy la belleza. ¿Y qué es la belleza? El campo gravitatorio del hombre. No un agujero negro, no; se lo digo porque imagino qué está pensando.

Pero usted eso sí lo ha expresado de forma dórica: yo le di la vida, el placer y la ilusión a Oscar. ¿Y acaso en esta vida no tiene todo un precio? ¿Y acaso se puede querer tener un pequeño y diabólico amorcillo con impunidad? Oscar era tan moral que terminó echándome las cuentas de cuánto se había gastado en mí, de cuánto tiempo me había dedicado, de cuántos momentos yo lo había descuidado a él. ¡Miserable actitud, típica de todo moralista! ¿Y para qué? Pues para hacerme sufrir. Los débiles son vengativos, créame, y Oscar era débil y se vengó con sus propias monedas. Bonito amor susceptible de ser puesto en una balanza, ¿eh? ¡Qué judiada propia del shakespeariano Yorick!

Así que no repita eso de que yo arruiné en cuerpo y alma y monedero a Wilde. ¿Sabe quién soy yo? Se lo diré. Yo soy el mismísimo Oscar, lo más íntimo de Oscar, la materialización de sus deseos. Y, mala suerte, él parecía desconocer el dicho vikingo: “A tu enemigo deséale la realización de sus deseos”. Yo era su espejo, y todo espejo es un Narciso que se contempla a sí mismo. Y si contemplas durante mucho tiempo a Narciso, quedas atrapado en tu propio reflejo. Oscar fue un Dorian Gray de pacotilla, un culto que para hablar de Cristo plagiaba las tonterías de Renan, un transgresor con la educación de una catequista. Yo se lo di todo. Dígame, ¿cuánto cuesta todo?

Me despido sin más. Estoy cansado: me están haciendo la manicura y se me está durmiendo el brazo mientras dicto estas palabras a mi joven secretario argelino.

Tendrá noticias – de mi abogado.


Su despistado detractor,

Bosie

P.D. 1: Si no le importa, le envío la presente a cobro revertido.

P. D. 2: Dejen de leer a Wilde. Mis obras son, con toda modestia, infinitamente mejores.

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