miércoles, 25 de enero de 2012

WILDE. Película de Brian Gilbert.



Caricatura de Keller aparecida en Wasp (San Francisco, 1882).


Es Ellmann y no lo es, como una película es y no es un libro aunque ambos traten del mismo asunto. La elección de los actores es soberbia (Stephen Fry es un Wilde totalmente creíble en su aspecto y su expresión), Jude Law borda su papel personificando a Bosie,  el padre de Bosie (el Marqués de Queensberry) se nos muestra como el perfecto bruto, títulos nobiliarios mediante. Así lo leímos en Ellmann.

Las imágenes de la película acercan a nuestros sentidos a un Wilde atrapado, entregado, ¿sorprendido?, aplastado entre dos fuerzas animales: la sensualidad de su amante, Bosie, malcriado efebo que le ciega, y el padre de éste, brutal fuerza de la naturaleza y amante, sólo, de su fuerza y su poder. Ni todo el encanto y delicadeza de Wilde consiguen apaciguar su furia, la del padre avasallado por el perverso sodomita. Perfecto sodomita, que consigue encandilar con sus palabras al ofendido padre durante una prolongada cena. Pero, ay, no hay  encuentro posible. Son fuerzas encontradas, la delicadeza, la sutileza, la belleza, la sensualidad, el ingenio, el candor inteligente frente a la más pura animalidad.

Wilde se desvive por vivir sin corsés, en el puro exceso de escanciar cada sorbo de vida sin mesura. Pero naturalezas más fuertes se le oponen y consiguen aplastarlo.


Óscar y su hermano Willie.
     
La película recorre apresuradamente la vida de un Wilde que apuraba la vida. Quizás el problema estriba en que Wilde, además de respirar, paladeaba cada instante y lo que cada instante le ofrecía, placer o pesar, siempre sin mesura, nunca sin plena conciencia. No podía ser fácil recoger en unas cuantas imágenes una vida que se rebosaba. Sin embargo, y a pesar de la necesaria música de fondo que marca los momentos estelares (por si algún espectador despistado…), el film se ve con agrado, con el agrado de recordar a un personaje singular, aunque por el camino se pierdan la profundidad, el verdadero Wilde, a quien con Ellmann sí conseguimos intuir. Nos llegan amagos de sus gestos (siempre excesivos, como los del payaso bajo las luces, frente al público que le da la vida), nos faltan su porcelana azul y su clavel verde, nos llegan ecos de sus punzantes palabras, pero echamos de menos detalles acerca de su obra, su transformación,  sus amistades y enemistades, sus éxitos, sus fracasos, la decepción.

No creo que Wilde buscase la perdición, pienso más bien que deseaba conocer y disfrutar de cada extremo y cada posibilidad  sin cortapisas morales, sin limitaciones, pero nació, quizás, fuera de tiempo, unos 2.000 años tarde y en el lugar equivocado.  


Wilde vestido de griego.


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